Bodas místicas con la naturaleza domeñada: así son los jardines de Carles.
Cuando no son huertos son calles y lugares de una Mallorca hipostática, recreada por la concreta emoción de un instante preciso. Acota Carles un ámbito, calibra el tono de su luz, clasifica sus reverberos, discrimina entre la vibración de cada sombra, cataloga los perfiles de las formas sobre el éter, analiza la cara proteica del paisaje y… escucha, luego, el eco que cada radiación produce en su conciencia. Y lo traducen en colores sobre el lienzo.
Las fronteras de la tela son las paredes del hortus conclusus, ese lugar geométrico que es el centro de un horizonte de otros lugares. La presencia del resto del mundo impone una estructura especial al territorio acotado que se adensa tanto con lo visible como con el contexto que contamina el texto para volverlo exclusivo, pero no excluyente. En cada cuadro de Carles cabe el mundo entero porque el mundo entero cabe en una emoción. En eso se le adivinan las querencias impresionistas, esa soberbia y meticulosa vocación de retratar, más que un lugar, un estado de ánimo.
Pero ese influjo no agota la genealogía de su manera de mirar. Su pensamiento es su mirada. Carles pasea por su jardín como Polifilo por el de sus sueños: escoltado por dos ninfas.
Si una se llama Thelemia – La Voluntad, El Deseo-; la otra, Logística – La Razón-. Por eso quienes contemplan su obra intuyen tras el pincel al asceta que depura el desorden, la naturaleza asilvestrada. El locus horridus se transmuta en oasis, abarcable pero intenso trasunto del Paraíso imaginario. Locus amoenus, pues, bálsamo eficaz para los espíritus enfermos de dispersión, de agobio de sensaciones entre las que muchas son miserables y ninguna acaba de ser éxtasis.
El arte posmoderno halaga y colma la parte de nuestra alma drogada de precariedad. Los jardines de Carles, sin embargo, actúan como remedio cuyo principio activo tal vez consista en la lucidez de sospechar que el lienzo no es sino el lugar de encuentro de algunas formas y colores soldados por el momento. Cuando todo nos deslumbra, Carles nos ilumina. Como si no hubiera ya más preguntas. Sólo respuestas que nos embriagan de lo definitivo, clausuran el tedio y el horror y nos hacen reaccionar como espíritus puros devorados por la serenidad de los cobaltos. Incluso por la euforia expansiva de los amarillos.
Gustavo Villapalos,
a propósito de la exposición de París 1995